Aquí os dejamos la segunda y última parte de la entrevista a Henri Cartier-Bresson, la cual por su extensión, con el acompañamiento de algunas fotos de Bresson, decidimos dividirla en dos. Para los que quieran ver la primera parte de la misma, solo tenéis que pinchar aquí.

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Henri Cartier-Bresson por Dennis Stock, Manhattan, 1961.

¿Por qué nunca dejó reencuadrar sus fotos cuando era necesario?

Es mi alegría, mi placer. La única que hice reencuadrar fue la del cardenal Pacelli, el futuro Papa, que tomé en Montmartre en 1938. Trabajaba para el diario Cesoir y la foto debía estar lista a las 11. Tuve que alzar la cámara por encima de mi cabeza y disparar a ciegas. Después, hubo que reencuadrarla en el laboratorio.

De todos modos, el laboratorio no lo apasiona…

No tengo nada que ver con todo eso. No es mi oficio. Para mis exposiciones, sólo pido que me dejen pasar una hora a solas, antes de la inauguración, y sugerir, si fuera preciso, el desplazamiento de tal o cual foto.

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Henri Cartier Bresson, La araña del amor. México 1934

¿Hay fotos que lamenta haber sacado?

En un momento dado, hubo una autocensura pero… eso a nadie le interesa ni le concierne.

¿En qué situaciones interviene esa autocensura?

En el amor, la violencia, la muerte. Es una cuestión de pudor. Sin olvidar nuestra propia violencia cuando queremos sacar fotos. Comprendo muy bien la renuencia de los orientales a dejarse fotografiar.

¿Se ha autocensurado a menudo?

Las malas fotos abundan y se desperdician muchas. En 1934, en México, fui muy afortunado. Sólo tuve que empujar una puerta y ahí estaban dos lesbianas haciendo el amor. ¡Qué voluptuosidad, qué sensualidad! No se veían sus rostros. Disparé. Haber podido verlo fue un milagro. Eso nada tiene de obsceno. Es el amor físico en plenitud. Nunca habría logrado que posaran.

¿Qué es el pudor para un fotógrafo?

Los desnudos, por ejemplo. Jamás fotografié uno…

Pero los ha dibujado…

No es la misma visión. En fotografía, me desagrada. Degas obtuvo un desnudo fotográfico admirable. Salvo en tales casos, es uno de esos temas que a nadie conciernen. En dibujo, es otra cosa. Hago muchos. Es lo que mas me cuesta dibujar; me obstino hasta el encarnizamiento. El dibujo me obsesiona de veras. En las exposiciones, hago muchos bosquejos. No soy un ilustrador; carezco totalmente de imaginación. Cuando era segundo asistente de Jean Renoir, en La regla del fuego y Une partie de campagne, los dos sabíamos muy bien que yo nunca dirigiría un film porque, sinceramente, no tengo imaginación.

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Henri Cartier-Bresson. Plantación de algodón, Carolina del Sur, 1960.

¿Aprendió mucho de su contacto con él?

“De su contacto con él” es una expresión que viene al caso porque, cuando se trabajaba a su lado, lo más enriquecedor era escucharlo y seguirlo. Trabajaba de un día para otro, rehacía los diálogos y cada uno aportaba lo suyo. Era la época del Frente Popular. Estábamos en medio del torbellino, el entusiasmo y el desorden, pero el equipo vivía la experiencia de una auténtica solidaridad entre todos sus miembros. Nos divertíamos mucho. Georges Bataille y yo fuimos extras en Une partie de capmagne, vestidos de seminaristas. Allí estuvieron también Jackes Becker y Luchino Visconti. Entre los niños que participaron como extras en La regla del juego, figuraron los nietos de Paul Cézanne y de Auguste Renoir. Esta experiencia cinematográfica no me dejó ninguna enseñanza técnica. Un segundo asistente no ponía el ojo en el visor.

¿Cómo se puede tener vista de pintor y, al mismo tiempo, ver el mundo únicamente en blanco y negro?

No predomina la luz, sino la forma. Ese es el quid de la cuestión.

¿Por eso se dedica al dibujo más que a la pintura?

Soy un apasionado del color pero, para acercarme a la paleta, necesito que alguien me dé un puntapié en el trasero. Quizá tema enfrentar el problema del color. En fotografía, el color se basa en un prisma elemental, se queda en lo químico, no trasciende como en la pintura.

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Henri Cartier-Bresson. Truman Capote, 1946.

¿Qué pintores reúne su museo imaginario?

Van Eyck, Cézanne, Uccello. Me obsesiona la composición. Matisse, por supuesto, pero también Bonnard, Bonnard… Y la pintura metafísica del joven de Chirico, por su misterio. Las Meninas, de Velázquez, es el misterio absoluto. No lo comprendo y, por lo tanto, toda vez que lo miro me trastorna. Tal vez sea preciso renunciar a saber y explicar. Limitarse a mirar. La gente identifica, pero no mira. La observo en las exposiciones. Pasa uno o dos minutos frente a un cuadro con los auriculares puestos; exactamente lo que dura la perorata. ¡Pero no somos estudiantes de paleografía! La pintura se dirige, ante todo, a la emoción, a la sensibilidad, a la vista. La historia viene después. Durante la muestra de escultores taínos en el Petit Palais, me entretuve observando a los visitantes. Una minoría ínfima daba la vuelta a cada vitrina. A la mayoría, le bastaba echarle un vistazo de frente, acercarse lo imprescindible para leer el tarjetón. ¡Algunos se decepcionaban cuando no encontraban el precio! Eso no es amar la pintura.

Usted ha sido surrealista…

Más bien he sido “surrealizante”. Conocí muy bien a Bretón, Crevel y Ernest. Pero no amo la pintura surrealista. Es literatura. Magritte está lleno de astucias. ¡Es bueno para la publicidad!

La publicidad tampoco le gusta mucho que digamos…

Es la punta de lanza de un sistema que, sin ella, se derrumbaría. Nos obliga a comprar. La aparición de la sociedad de consumo, en la década del 60, es una de las dos grandes fechas del pensamiento contemporáneo; la otra fue el descubrimiento de las matemáticas cuánticas. He trabajado para la industria en condiciones hoy inexistentes, pero jamás para agencias de publicidad.

Desde siempre, es conocido como un gran rebelde, pero, ¿ha cambiado el objeto de su indignación?

Hay mucha gente lúcida respecto a la demografía y el estallido del mundo, por ejemplo, pero esa lucidez impele a muy poca cosa a rebelarse. En el mejor de los casos, se hastían. Hoy el desastre tiene un nombre: tecnociencia, esta carrera de aprendices de brujos. Eso me rebela. Y el universo de los “especialistas”. Y la supuesta “brecha generacional”. Cuando estamos sobre la tierra, todos pertenecemos a la misma generación. Mientras vivimos sobre la misma tierra, somos solidarios. Esta segregación entre edades me horroriza tanto como los integrismos religiosos.

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Henri Cartier-Bresson, Illinois. Chicago. 1947.

¿No discrimina entre jóvenes y viejos?

No, con una sola excepción, que reconozco. Tengo problemas con mis coetáneos alemanes, pero ninguno con los jóvenes alemanes. No siento odio alguno; simplemente, prefiero no conversar con ellos. Hace poco montaron una exposición de fotos mías en Hamburgo. La visité y me sentí muy cómodo, pero… también me invitaron a visitar Salzburgo. De noche, en la Opera, me crucé con hombres de mi edad en smoking, y tuve ganas de preguntarles qué hacían durante la guerra.

¿Cincuenta años después?

Hice trabajos forzados en treinta “komandos” diferentes. Me escapé tres veces. Tuve compañeros denunciados, torturados, fusilados. Eso no se puede olvidar. Mi nacionalidad no era “francés”, sino “prisionero fugado”. He conocido la verdadera solidaridad; he conocido a personas de una calidad humana… HOMBRES que habían asumido su destino.

¿Es inútil abrigar la esperanza que alguna vez podamos leer sus memorias?

No soy escritor. Apenas si puedo escribir tarjetas postales. De todos modos, no tengo tiempo.

Pero, ¿qué hace todo el día?

¿Qué cree que hago? Miro.

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Henri Cartier-Bresson, París, 1932.

Fuente: http://sientateyobserva.com/