Chile tiene un tesoro natural en su extremo sur. Un territorio forjado por gigantes, donde las montañas emergen entre lagos y glaciares que alcanzan el océano. Punta Arenas es la puerta de entrada a esta maravilla y el Parque Nacional Torres del Paine, su emblema.

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Parque Nacional TORRES DEL PAINE

Los tres pináculos que dan nombre a esta reserva se tiñen de tonos rojizos con las primeras luces del día.
El circuito senderista «W» ofrece la mejor panorámica.

PATAGONIA. Es lo más parecido al infinito, aquí todo es lejanía. Pero, por ser así, esta gran región del extremo sur de América tiene sus ventajas: al no contar con excesivos obstáculos que impiden ver el horizonte, sus lagos, ríos y glaciares se muestran prácticamente sin ser buscados.

El acceso más grandioso para llegar a este territorio es el estrecho de Magallanes, ese largo canal de costas desmembradas que une los océanos Atlántico y Pacífico desde que fue hallado por Fernando de Magallanes en 1520. El estrecho, aparentemente, es un páramo de agua y tierra, pero forma no obstante un paisaje en donde montañas, praderas, islas, glaciares, ríos, lagos y otros canales contribuyen a mantener el mismo aspecto salvaje que vieron los españoles que lo recorrieron por primera vez.

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Fiordo ÚLTIMA ESPERANZA

LA CAPITAL PATAGÓNICA. Uno de los escasos lugares habitados de la zona es Punta Arenas, levantada en la orilla norte del estrecho y, sin duda, la ciudad más destacada de la Patagonia chilena. Todavía conserva algo del viejo esplendor de cuando el oro, el comercio de lana y su condición de paso entre océanos –hasta que se inauguró el canal de Panamá en 1914– la dotaron de una prosperidad que atrajo a una variada inmigración europea. Hoy sus calles y edificios de inspiración francesa y española recuerdan aquel antiguo apogeo. Y aunque la actual Punta Arenas mantiene un nivel de vida estimable gracias a su industria de hidrocarburos, no siempre fue así, como recuerdan los vestigios de Puerto del Hambre, 60 kilómetros al sur. Son los restos del asentamiento de Rey Don Felipe que, en 1584, fundó el español Pedro Sarmiento de Gamboa junto con más de 300 colonos.

Las difíciles condiciones climáticas obligaron a Sarmiento de Gamboa a salir en busca de ayuda y víveres, pero no pudo regresar y los colonos murieron de hambre y frío.

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CUERNOS DEL PAINE

Estos picos de granito llamados «CUERNOS DEL PAINE» que culminan sus afiladas cumbres con roca oscura son una de las insignias del parque.
Los mejores ángulos se contemplan desde el «Lago Pehoé«.

NAVEGAR ENTRE BALLENAS. Si se sigue costeando el estrecho en dirección sur se llega al Parque Marino Francisco Coloane, una reserva que se convierte en un gran corredor de biodiversidad entre diciembre y abril. Las ballenas jorobadas toman esa parte del estrecho como su salón comedor, ya que las aguas están llenas de sardinas y crustáceos krill, su base alimenticia. También se pueden ver lobos y elefantes marinos, así como orcas y, claro, uno de los platos favoritos de éstas, los pingüinos de Magallanes. Desde Punta Arenas existe la posibilidad de organizar una visita en barco de varios días a este paraíso animal.

Tres horas y media conduciendo por la llanura separan Punta Arenas de Puerto Natales, otra ciudad extrema y oxigenada por el viento patagónico. La carretera se alarga, recta como una regla, partiendo limpiamente en dos el horizonte. Se trata de un paisaje estepario, cubierto de hierbas pardas, verdes y grises agitadas siempre por el viento; un plano acotado por las interminables cercas de las fincas ganaderas. El autobús que lleva a Natales a veces se detiene para permitir que algún pasajero se apee en medio de la inmensidad y que después se marche caminando en dirección a quién sabe qué lugar de la nada patagónica.

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EL GLACIAR GREY

La excursión en barco por el Lago Grey (al oeste de las Torres del Paine) permite ver cómo los témpanos de hielo se quiebran y caen con estruendo al agua.

UMBRAL DE LOS ANDES. En Puerto Natales es donde el paisaje se eleva en un verdadero preámbulo de montes nevados. Antiguo pueblo de pescadores, hoy esta apacible y colorista población se ha erigido en la lanzadera que impulsa a recorrer las zonas más atractivas de la Patagonia chilena. De camino al Parque Nacional Torres del Paine, a poco más de cien kilómetros, se encuentra la Cueva del Milodón, una gruta que hace 10.000 años fue la guarida de un perezoso de más de dos metros de longitud. Lo que más impacta es observar a contraluz la entrada casi horizontal de la cueva, e imaginar los tiempos cuando por aquí corrían los primitivos cazadores patagónicos.

Al alcanzar el territorio del parque de las Torres del Paine, la estepa patagónica se transforma en una alquimia de glaciares y atalayas de granito. La vista de sus famosos cuernos y torres, casi siempre nevadas y con frecuencia ocultas por las nubes –la perspectiva desde el lago Pehoé es fundamental– no es la única razón que justifica visitar esta inmensa reserva. Existen multitud de senderos que se adentran en bosques, que alcanzan neveros o que remontan ríos hasta llegar a lagos en los que flotan témpanos de hielo desprendidos de los glaciares –el Grey es el más espectacular–; en los llanos es muy posible que salga al paso un ñandú, alguna liebre patagónica, un zorro o un guanaco, ese esbelto camélido tan curioso que suele acercarse a husmear al visitante.

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LAGO PEHOÉ

Es uno de los siete grandes lagos del P. N. Torres del Paine. Rodeado de llanos inundables, recibe las aguas del lago Nordenskjold a través del Salto Grande.

Desde Puerto Natales parten embarcaciones que, navegando primero por el canal Señoret y luego por el fiordo Última Esperanza, en el sur del Parque Nacional Bernardo O´Higgins, llegan a dos glaciares cuyo recogimiento silvestre hacen que se diferencien un tanto de los abiertos, extensos y más tranquilos glaciares argentinos. Tras dos horas de navegación, a menudo acompañada por los chapuzones de los cormoranes y el vuelo de algún cóndor, aparece la larga cinta de hielo azul del indómito glaciar Balmaceda, colgado entre las laderas de dos montes bravos. Con frecuencia el glaciar tiene desprendimientos de hielo y rocas, por eso no es raro que cuando las embarcaciones pasan por debajo del Balmaceda, los pasajeros puedan contemplar los desplomes del glaciar cayendo cerca de la quilla de los barcos. El glaciar Serrano, al ser menos irascible, permite acercarse a pie hasta la misma punta de su lengua, incluso subir por sus morrenas para observar cómo el invisible –por lento– movimiento del hielo a veces transporta alguna gran roca.

Al norte del Parque Nacional de las Torres del Paine y en la costa este de la isla Wellington, existe un lugar habitado y semiaislado –únicamente se accede mediante embarcación– que todavía guarda vestigios de costumbres de sus antiguos pobladores, los kawésqar. Puerto Edén es un pequeño pueblo pescador de unos 200 habitantes, donde aún se recolectan mejillones tal como lo hacían aquellos nativos canoeros.

LOS LATIDOS DEL HIELO.  Puerto Edén es una población tan tranquila que no tiene calles, únicamente pasarelas. Aquí todavía vive una veintena de indígenas descendientes de los originarios kawésqar. La ciudad resulta ser un nido de calma en el que, no obstante, pueden sentirse los latidos de hielo del no muy lejano y enorme glaciar Pío XI, accesible solo en barco y verdadero corazón del extenso Parque Nacional Bernardo O´Higgins. Al final del largo fiordo Eyre este glaciar, el más grande de América del Sur, abre su frente de hielo de casi siete kilómetros de ancho. Desde la cubierta, entre el sofoco de aire puro y los témpanos liberados por el glaciar, se pueden ver las ondas que dibujan en el agua las nutrias y los delfines australes. Una magnífica metáfora de la naturaleza salvaje que gobierna este extremo del mundo

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Fiordo EYRE

Los circuitos en barco se acercan a pocos metros de las Lenguas Glaciares del Campo de Hielo Sur.
Una gran masa de 360 km de longitud en el sur de la cordillera andina.

Fuente: ANTONIO PICAZO, AUTOR DE UN VIAJE LLENO DE MUNDOS –  National Geographic